De nuevo la llorona en
llamas
Más que solidaridad:
vergüenza y culpa. Culpa persecutoria, temor ante la confrontación espectacular
de lo marginal. Mujeres llorando acompañadas de sus hijos y emitiendo, a su
paso, gritos desgarradores, acompañados de ayes plañideros largos y agudísimos lamentos.
Lloronas de ayer y hoy que siguen llorando, hijos quemados por la explosión de
una pipa, como a diario, lloran otras lloronas, la muerte de hijos, en las
diversas formas de las neurosis traumáticas. Lloronas que saben que esta
tragedia es una forma de la pobreza que las imposibilita para defenderse. Que
las lleva a aceptar el peligro de vivir en zonas gaseras.
Lloronas que toman
conciencia en esta muerte colectiva porque integra temporalmente, para regresar
a la desorganización, consecuencia de la pobreza y su secuela sintomática:
apatía, pasividad, drogadicción, infecciones y melancolía. Lloronas con tan
lúgubres gemidos que nunca se apagan y lamentos como canciones tristes, que
hablan de niños muertos por la miseria y desgarros por los llantos de niños que
les impiden dejar de llorar. Por eso dicen que el ex lago de Texcoco, no se
puede secar, desbordado de tanta lágrima derramada.
Esta semana, lloronas, aún
más desesperadas por la impotencia, estremeciéndose a tal grado que el lago se
desbordó y un camión se salió de la carretera y explotó la pipa, empezó a
temblar y los estallidos provocaron el fuego y se confundió su espacio con el
infierno.
Convulsa y confundida, San
Pedro Xalostoc, vecina de Ecatepec, anexa deNeza tiembla de espanto ante
los movimientos de las largas lenguas de fuego que iluminaron su placita.
Volcanes de humo que salían del subsuelo salitroso y se mezclaban entre las
nubes negras de un cielo encapotado por la contaminación. Un olor a hierro que
se torcía y tatemaba al penetrar el habitual olor a gas y mierda, entre
ladridos, gritos, gruñidos, carreras y chillidos.
El incendio expresión de la
desorganización resultó abortivo. Ecatepec, zona minada, a punto de explotar,
expulsó a alguno de sus hijos que murieron despedazados y a otros heridos y sin
sus tugurios. Más que solidaridad, culpa e indicios de vergüenza promovidos por
la visión televisiva de lo inenarrable. La intensidad de la tragedia confronta
con una población, que vive donde puede, donde cabe, y a veces donde no cabe.
Los sentimientos de culpa nos integraron de nuevo en la derrota, en la pérdida.
El drama de San Juan
Ixhuatepec no fue un accidente aislado. Es una repetición de los antiguos
dramas de explosiones para no recordar. Expresión de nuestra depresión
nacional. Ante la imposibilidad de elaborar los duelos de otras pérdidas
normalmente lo hacemos de modo traumático, como forma de nuestra patología
social: con nuevas pérdidas, cada vez más dramáticas –casas incendiadas con sus
moradores atrapados sin salida–, síntomas de nuestro aislamiento y escisión.
El resplandor de las llamas
descubrió a un Ecatepec que normalmente solíamos esconder con una negación
social, que es una forma de sadismo. El encuentro con este grupo de mexicanos
en la pobreza, es una posibilidad de reparar y elaborar duelos que permitan un
proceso afectivo, depresivo, diferente.
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